DE LA COMIDA Y OTRAS SENSUALIDADES

DE LA COMIDA Y OTRAS SENSUALIDADES

Por
Ramón Tejeiro

tejeiro@iies.es

 

e-mail a Ramon TejeiroSi, al llegar a los cincuenta, uno descubre que sabe mucho de algo absolutamente inútil a efectos profesionales, pero que sin embargo le da mucho gusto: la cocina; que sabe poquísimo de aquello que ha sido el origen de las mayores satisfacciones y de muchos de sus anhelos: el sexo; y que a pesar de ello está dispuesto a seguir por ese camino, ya que cambiar algo exigiría un esfuerzo titánico, o la insensatez de los profetas, sólo quedan dos alternativas: Pegarse un tiro, o tomarse a broma uno mismo y convertir en virtud las propias limitaciones, o al menos aprender a reirse de ellas... Esa ha sido la decisión del autor: Ramón Tejeiro, cincuenta, gordito, goloso y sensualote, maestro de cualquier cosa, pero inexperto en lo que más le gusta, y que en este libro pasa revista a toda una vida de desperdiciar en la mesa aquella sensibilidad artística que la moral imperante, y la incultura profunda de las sociedades occidentales no le permitieron desarrollar en la cama, como hubiera sido su más vehemente deseo.

Ramón Tejeiro, nacido en Madrid, vive en Guatemala después de recorrer medio mundo, lo que se nota en alguna reflexión filosófica y varias recetas de este libro. tejeiro@iies.es

HAGAMOS BOCA PARA HABLAR DE COMIDA
(introducción)

Las cosas importantes de la vida ocurren de medio cuerpo para abajo: El sexo es lo mejor que nos puede pasar, y lo segundo mejor es la comida... al menos para un cierto grupo de seres al que yo, algunas veces, pertenezco. 

Para ese grupo escribo estas líneas. 

Cabe la pregunta ¿Por qué, entonces, si comer es lo segundo mejor y el sexo es lo primero, no hablamos de sexo?. La respuesta es que hoy lo que yo tenía era hambre... otro día ya veremos lo que les cuento. 

En casa hemos bautizado como "cocina intelectual" la afición que compartimos mi mujer, mis hijos, la cocinera y yo, de leer recetas, ver sus fotografías, e imaginarnos lo bien que sabría aquello. Nadie pretende comerse todo lo que leemos, pues moriríamos en el intento. Nuestra afición es menos satisfactoria, pero mucho más segura y más higiénica.

La comida tiene un problema, que en el sexo se agudiza, y que consiste en que es mucho más fácil y descansado hablar de ello, fantasear con ello, incluso leer o escribir sobre ello, que gozar de ello en realidad, al menos con la frecuencia y en la cantidad que podría apetecernos.

Otra ventaja que tiene la comida sobre el sexo es la diversidad de matices que deja en el recuerdo; La distancia entre un sushi y unas alubias con chorizo es tan grande y delimita un espacio tan extenso, que para encontrar un equivalente en el sexo, habría que gozar de una sensibilidad de la que yo carezco, o para la que no he sido, desgraciadamente, educado. En consecuencia, mis recuerdos sexuales me dejaron todos un regusto parecido. La diferencia está en otra dimensión, que no es sexo, por lo que no tiene lugar en esta disquisición.

También, como en el sexo, la edad y la madurez definen la capacidad de extraer satisfacciones de las experiencias; No es lo mismo el gozo producido por un atracón de cordero asado cuando uno tiene veinte años, que la satisfacción de paladear una fina rodaja de berenjena a la plancha cuando se acercan los cincuenta. También en ambos casos la calidad va sustituyendo a la cantidad... por imposición física. Yo me pongo casi enfermo cuando me paso en la mesa, y hecho unos zorros si me excedo (digamos, si me excediera) en la cama. Esta limitación de capacidad cuantitativa será, probablemente la razón que exacerba la sensibilidad cualitativa.

Y la memoria; ¿Por qué será que yo aun recuerdo como olía o como sabía un guiso de mi niñez, y, sin embargo, casi no recuerdo olores ni sabores de amantes de hace muchos menos años?.

Esto lo escribo en Guatemala, país que habrá hecho aportaciones importantes a la cultura ¡nadie lo duda!, pero ninguna comparable a esa expresión intranscribible, que sonaría como: saaaber... y que es el más sincero y humilde reconocimiento de lo inmenso que es el desconocimiento humano. Así pues, a todas las preguntas que aquí quedan abiertas contesto con un guatemalteco, quizás socrático, saaaber, y ¡qué lo dilucide otro más listo!.



Capítulo I 
En los orígenes de la memoria

Mi primera experiencia culinaria exótica, o al menos extrahogareña, podrían ser los picatostes que hacía aquella tía lejana que vivía detrás de la Glorieta de Quevedo, y adonde fui a pasar una temporada, ya no recuerdo si corta o larga, por razones que ignoro y teniendo yo una edad que no sabría precisar, pero que no podría pasar de los diez años para que me salieran las cuentas.

Lo que sí recuerdo vívidamente es la suavidad de aquellos picatostes, crujientes por fuera y esponjosos por dentro, que la tía nos servía de desayuno en la terracita del ático, cubierta por una especie de parra o similar, para que nosotros, aquellos primos de breve contacto y yo, nos los zampásemos remojados en leche con cacao.

Este picatoste es un ejemplo de las comidas de la posguerra española, basadas en el principio de que no se puede tirar nada, por más que recuperar un mendrugo de pan de ayer signifique un par de horas de trabajo en la cocina... aunque quizás no sea cosa de esa postguerra precisamente, sino que tenga más profundas y complejas explicaciones socioeconómicas y culturales, pero no me parece atractivo abordar ese tema ahora y lo dejaré para otro rato, si cuadra.

Íbamos por lo de los picatostes de la tía, cuyo punto yo jamás he podido igualar, o también puede simplemente ocurrir que jamás he conseguido volver a comer picatostes con el gusto de mis diez años, una vez bien dejados atrás.

Pero, para que no todo quede en imprecisiones, sí diré como son esos picatostes, y dejo como reto a quien se anime el encontrarles el punto, avisando, eso sí, que la investigación merece la pena.

Picatostes al estilo de mi tía:

Tómese pan veterano, aunque no duro del todo, y pártase en rebanadas o ábrase como para bocadillos.

Puesto el pan sobre un plato, remójese, pedazo a pedazo, con leche azucarada y déjese escurrir un rato para que la miga quede empapada pero el exterior seco.

Luego se reboza en huevo, se fríe en abundante aceite de oliva hasta que quede dorado y se deja enfriar antes de servir.

Con la leche sobrante del proceso se prepara un rico cacao -o mejor aún un chocolate- y ya se puede llamar a la familia a la mesa para un desayuno perfectamente antidietético pero genuinamente "clásico".

El cocinillas avisado habrá percibido una cierta similitud con las torrijas de Semana Santa, pero ¡que nadie se engañe! No sólo estriba la diferencia en la falta de canela y del posterior almíbar, sino en la cantidad de leche que debe retener la miga, menor en los picatostes, la intensidad de la fritura, mayor en éstos, y sobre todo, en el carácter cotidiano de los humildes picatostes, frente al empaque de cosa especial de las torrijas de Semana Santa.

Esta cocina de la escasez y del ahorro tiene, sin embargo, su punto álgido en otra especialidad, a la cual no podré poner fechas, pues ha sido, y espero que lo siga siendo, una constante en mi vida gastronómica: Se trata de las croquetas.

La croqueta es un mecanismo maravilloso, mediante el cual lo que ayer fue un consomé de pollo, un pescado asado, restos y virutas de jamón... o lo que su fantasía decida, hoy puede ser puesto sobre la mesa como un segundo plato delicioso -mi límite para comer croquetas es la disciplina, ya que siempre comería una más-. En aquella gastroeconomía artesana, en la que el tiempo de cocina no tenía ningún valor, las proteínas eran carísimas, y la harina abundante, la croqueta debió ser el fruto de numerosos intentos, en los que los españoles deben haber comido miles de cochinadas, para por el sistema de "prueba y error", ir depurando algo que merece el tratamiento de obra de arte.

La croqueta es un envoltorio crujiente, hecho de pan rayado y huevo, bajo el que se esconde una masa suavísima de harina de trigo y leche, en la que se desarrollan los sabores de aquello que en cada caso apellida a la croqueta. Unas croquetas recién hechas, con una ensalada, puede ser la más apetitosa de las comidas para un día de verano. Les animo a intentarlo.

Croquetas:

Hay dos recetas: Con cebolla y sin ella; yo las hago con cebolla, lo que para algunos es una heterodoxia, pero a mí me gustan así, pero les sugiero que formen ustedes su opinión por sí mismos, probando ambas alternativas.

La primera operación consistirá en preparar el apellido de la croqueta; si es pollo desmenuzándolo, si es pescado quitándole las espinas, picando finamente el jamón -que puede ser de York-, limpiando las gambas -o camaroncillos-... Y nunca piense que cuanto mas jamón tengan, mejores son las croquetas. Eso no es verdad; las croquetas deben ser suavemente aromáticas a lo que sea, y no tener más que pequeños "tropezones" de eso en el interior de la masa blanca.

En una sartén grande se pone un poco de cebolla a freír a fuego lento, para que se ponga transparente sin dorarse -dorada ofrece otro sabor, más intenso, que en las croquetas anularía su suave aroma-. Una vez lista la cebolla, con su pizca de sal, se rehoga la proteína que le da nombre a las croquetas, y se agregan un par de cucharadas de harina, que también se rehogan rápidamente, y a lo cual se va añadiendo lentamente la leche mientras se remueve con una cuchara de madera, para que se vaya ligando una masa que ha de quedar bastante fluida, pues ya se endurecerá al enfriar. Esto que parece tan sencillo exige una cierta práctica, por lo que le recomiendo, antes de ofrecer unas coquetitas al amor de su vida, ensayar a solas las proporciones y el método, ya que unas croquetas llenas de grumos de harina, demasiado líquidas o demasiado duras, pueden estropear su imagen para el resto de su vida.

El resultado de este proceso será la sartén llena de una pasta que no debe ser dura, y que se produjo, después de una breve cocción, al dejar enfriar la mezcla del párrafo anterior.

Ahora, con un par de cucharas -las partes cóncavas mirándose una a la otra- se forman las croquetas por el procedimiento de tomar una cucharada de pasta endurecida, presionar con la otra cuchara encima, y pasar de una cuchara a la otra esa masita que se irá redondeando con solo repetir la operación un par de veces.

Estas formas, ya claras antecesoras de la croqueta, se bañan en huevo batido, y se envuelven en pan rayado -incluso se puede repetir esta operación para conseguir una cobertura crujiente más dura-, después de lo cual se fríen brevemente en abundante aceite muy caliente, hasta que están doradas.

Está perfectamente admitido comer las croquetas con los dedos, aunque también se pueden comer con tenedor... sólo depende de dónde y con quién se coman, pues lo que podría resultar fuera de lugar en una comida de negocios puede ser un elemento de complicidad en una cita íntima. Recomiendo mirar con atención los labios ligeramente brillantes por el aceite de la fritura, de quien comparte con uno el pecado de gula y la barbarie primitiva de las croquetas comidas a dedo, invitando a otros y más deliciosos pecados.

Insisto en el acompañamiento de ensalada, que debiera ser verde, sin más aliño que sal, vinagre y poco aceite.

Decía párrafos atrás que mi primera experiencia gastronómica extrahogareña fueron los picatostes... Eso sólo es verdad si considero también hogar las casas de mis abuelos, pero como ese es el sentimiento que aún guardo, consideraré comidas de mi hogar los cocidos y la paella de mi abuela María, en Madrid, y el pote de la casa de mis abuelos gallegos, lugares en los que siempre me sentí en el hogar. Por si a alguien le apetece tener en letra impresa estas recetas, y aunque por clásicas resultarían banales, las he recogido en el anexo.

Tampoco puedo considerar extraña la cocina de matanza, que se preparaba en la granja que mis abuelos tenían en Vallecas, cada vez que una punta de cerdos iba al matadero. Yo era entonces un niño, pero aún me relamo recordando el encebollado de asaduras, y la sangre con tomate que, no recuerdo bien si salían de las manos de mi abuela, o si era la guardesa de la finca, la buena de Faustina, quien ponía el músculo y ¿quién sabe?, si el toque de cuchara a aquellas delicias de mi prehistoria gastronómica.

Como las anteriores, también reflejaré en el anexo estas recetas.

Por esa misma época se coloca otra experiencia gastronómica, que por milagros de la rehabilitación de la cocina mediterránea pasó de lo cutre a lo recomendado, y gracias a las regulaciones sanitarias, pasó de lo banal a lo inalcanzable; Me explicaré:

Sería a final de los cincuenta (del 1900...) o muy al principio de los 60, cuando en las primeras ocasiones en las que mi padre me llevaba al taller que entonces alimentaba a mi familia, fuimos a comer a una casa de comidas, en la que frecuentemente ofrecían como primer plato las "patatas a la crema", eufemismo que esconde patatas hervidas cubiertas de mahonesa, y espolvoreadas con perejil picado.

Entonces era comida para que los trabajadores manuales repusieran fuerzas, y se sintieran ahítos por poco dinero; Hoy es una mezcla de hidratos de carbono de fácil asimilación con grasas poliinsaturadas, que además está prohibido servir en los restaurantes, ya que la mahonesa de venta pública ha de ser pasteurizada, y no tiene nada que ver con esa casera, hecha con huevo de verdad, y aceite de oliva.

No les pongo la receta, no vaya a ser que se me ofendan y piensen que les tomo por tontos... basta con que se acuerden de cómo se hierve una patata, la corten en rodajas de un centímetro de espesor, y busquen más adelante la receta de la mahonesa, que ya vendrá. El resto queda a su creatividad, ya que esta receta permite bonitos arreglos en el plato.

Quizás los siguientes recuerdos gastronómicos exóticos sean los de las fiestas y romerías de aquella Galicia de mis largas vacaciones veraniegas, en los primeros años 60, antes de que los españoles nos pudiéramos permitir el turismo y antes de que los foráneos decidieran arrostrar lo imprevisible, viniéndose a hacer turismo de interior a territorios perdidos de la mano de Dios, pero sometidos a la arbitrariedad de los guardianes de la "Reserva espiritual de Occidente".

Aquellas sencillas recetas de romería, aliñadas con mis catorce, quince o diecisiete años, y puestas en la escena de grandes expectativas, pocas alternativas y algunas horas de camino por el monte, o de baile al son de una charanga, se me magnifican en el recuerdo como manjar de dioses, y estoy seguro de que lo eran.

Me refiero a las sardinas asadas en el San Pantaleón de Galdo, acompañadas con cachelos, cada una recién salida de su elemento: las sardinas del agua y las patatas de la tierra. Aliñadas con un puñado de sal, tanto las unas como las otras, y sometidas al fuego sin preparación previa ninguna de las dos; las patatas con su piel, y las sardinas con sus tripas, en la gran olla las unas, y sobre una parrilla las otras. Este cúmulo de coincidencias culminaba, catalizado con una tacita de vino de Ribeiro, en el estomago de los romeros... y de nuevo a bailar.

A aquella gran familia de delicias simples también pertenece el pulpo, cocinado en peroles de druida celta, servido sobre lonchas de patata hervida, espolvoreado de pimentón y sal gorda, y con un chorrito de aceite de oliva por encima. O los chorizos hervidos, a los que también se acompaña de cachelos, haciéndoseles incluso compartir el agua de cocción... quien quiera meterse a cocedor de pulpos no debe olvidar que este es un arte a respetar:

Como se cuece un pulpo:

Conviene usar un recipiente desmesuradamente grande, ya que el agua hirviente no se debe enfriar demasiado al meter el pulpo; y de todas maneras hay que meter el pulpo en la cazuela con ciertas precauciones que aclararé más adelante.

El agua, en la que se habrán echado un par de hojas de laurel, debe estar hirviendo vivamente. Entonces se mete el pulpo agarrado por la cabeza, durante unos segundos, y se vuelve a sacar para que el agua recupere ánimo en el hervir. Nuevamente se introduce el pulpo en el agua, y así hasta cuatro veces, que será cuando las patitas se hayan recogido por la contracción que produce el calor.

Entonces, sí se mete el pulpo definitivamente en el agua, y se deja cocer unos cuarenta y cinco minutos a fuego lento. Una ver terminada esta cocción, se deja el pulpo en esa misma agua otros cuarenta y cinco minutos.

A partir de aquí ya todo es trocear, salar y aliñar con aceite... que ¡para qué queremos más!

Un paso más de sofisticación nos lleva, aún dentro de la cocina de las fiestas de mis recuerdos, a las empanadas, que pueden ser de cualquier cosa; e incluso estoy seguro de que podrían estar igualmente buenas sin el aporte proteínico que las suele apellidar: de chorizo, de atún, de sardinas, de jamón... Algún día me animaré a pedir a mi madre que haga una empanada de nada, y sospecho que todos la alabaremos igual, pues su virtud, me parece a mí, está más en el pisto y en la masa que en los tropezones.

Empanada gallega (trascribo literalmente lo que me remite mi madre, a quien reconozco estatus de experta de referencia para empanadas)

Empanada de carne, o jamón, o lomo y chorizo, etc

"Desde tiempos de los godos -y, posiblemente, antes- se elaboran las empanadas en Galicia. En el siglo VII ya se dictó una norma que regulaba su fabricación. La variedad es ilimitada (tanto de carne como pescados, mariscos, etc.). Un plato "tapado" porque estaba pensado para caminantes, para evitar que el polvo del camino llegara a la carne".

Harina 300 gr.
Huevos 2
Aceite oliva 100 c.c.
Agua o leche 100 c.c.
Levadura pan 1 sobre 
Sal

Pasos:
1. Mezclar, dentro de un bol, la harina, la sal y la levadura.
2. Hacer un hueco en el centro, echar los huevos batidos, el aceite y la leche o agua. Mezclar 
3. Amasar, ya sobre la mesa enharinada, hasta que quede una masa fina y compacta (10-15 minutos).
4. Dejar la masa en reposo, cubierta con un paño, si es posible en un sitio tibio, hasta que doble su volumen (20 - 25 minutos, según unas recetas, un par de horas, según otras).
5. Estirar la mitad de la masa con un rodillo enharinado y forrar el molde de empanada. 
6. Extender el relleno sobre la masa.
7. Estirar la otra mitad de la masa con el rodillo.
8. Ponerla encima y cerrar bien las dos capas de masa formando un bordón.
9. Pintar, con los dedos o con un pincel, con una mezcla de yema batida y un poquito de agua. 
10. Pinchar la masa por 4 o 5 sitios para que salga el vapor y meter en el horno, que se habrá calentado a 220 º, dejar 5 minutos y luego bajar a 200 y, si es posible, sólo con las resistencias inferiores, durante 25 minutos. 

Tener otros 10 minutos con calor arriba y abajo, vigilando cómo va quedando de dorada.

RELLENO

50 cc. Aceite
3 Cebollas grandes
1 Diente de ajo picado, perejil, sal
½ Kg. Tomates pelados naturales o de lata
2 Pimientos rojos asados 
1 Chorizo bueno, cortado fino
250 gr. Lomo de cerdo o jamón

Freír las cebollas picadas, unos diez minutos, sin que se doren. Añadir el ajo y una ramita de perejil y los tomates. Retirar del fuego cuando hayan perdido el agua. Incorporar el chorizo, jamón etc.
Colocar, en su momento, el relleno sobre la masa y, cubriendo, los pimientos asados.


EMPANADA DE BONITO, O ATÚN, O PULPO

No sé por qué en algunas recetas de empanada, de atún o marisco, no ponen levadura en la masa, que, entonces, se haría con 3 huevos, ½ cucharada pequeña de sal, 1/4 l. de leche, 1/4 l de aceite y 500 gr de harina, aproximadamente, como sigue:

En un bol grande se mezclan los huevos batidos, la sal, la leche y el aceite. Se añade la harina poco a poco, hasta formar una masa blanda. Pasar a una mesa rociada de harina y estará en su punto cuando, manteniéndose todavía húmeda, ya no se pegue a los dedos. Se amasa brevemente, se recoge en un paño de cocina y se deja media hora en el frigorífico.

Para el relleno, la técnica sería semejante y la formación de la empanada idéntica.

OTRA RECETA PARA LA MASA

Es más antigua, más trabajosa, y no sé si es, siquiera, más "ecológica".

Harina 300 grs.
Huevos 1
Aceite 75 grs.
Leche ½ dl.
Levadura prensada 20 grs. 

Se separan de la harina 90 grs. Se mezclan con la levadura diluida en tres o cuatro cucharadas de agua templada. Se amasa y, una vez obtenida una masa compacta y fina (pero más bien blandita), se deja levar echándola en un recipiente con agua templada. Cuando sube a la superficie está en su punto.

El resto de la harina se pone en un recipiente, se agrega el huevo batido, la leche, el aceite y la sal y se hace una masa fina. Cuando la primera ha levado se juntan las dos masas, trabajándolas bien para que se unan. Se deja reposar una hora, tapada y en un ambiente tibio. Transcurrida ésta se extiende la mitad de la masa con el rodillo, sobre la mesa espolvoreada de harina hasta dejarla del grueso del canto de un duro.

Se pone sobre una placa engrasada y se extiende el relleno.
Se estira la otra mitad de la masa y se coloca encima del relleno, tapando éste y cerrando las dos capas formando un bordón (cordón o trenza), se barniza de huevo, se pincha en varios sitios, se adorna, si se quiere, y se mete al horno con las precauciones de la primera receta. 

Puede haber otra versión, que se puede emplear para todo tipo de empanadas, y que es comprar un paquete de masa de hojaldre, congelada.

Se descongela por el sistema de que pase un tiempo fuera del congelador y se trabaja y se hornea exactamente igual que la otra.

Y el resultado, según algunos, tan bueno o mejor."

Según voy dejando que mis recuerdos gastronómicos avancen en el tiempo, aparecen episodios que merecieran llevar largo tiempo olvidados por su simpleza, pero que por alguna razón han conseguido sobrevivir. Por ejemplo el "tomate rajado". No creo que haya nada más sencillo... aunque tiene un misterio.

Tomate rajado

La técnica de preparación es fácil: consiste en rajar al medio un tomate -perpendicularmente a su eje- ponerle un poco de sal y comérselo a bocados. El misterio, sin embargo es definitivo. Si el tomate no es perfecto, el esfuerzo es baldío. El tomate debe ser de huerta, cortado maduro ¡ni hablar de especies resistentes, invernaderos, maduración en cámara! ... si no puede conseguir un tomate como debe ser, cómase un bocadillo de jamón y espere a tener en la mano uno de esos tomates turgentes, de piel suave y carne prieta aunque no dura, que te perfuman el olfato al ser cortados y chorrea su zumo por las comisuras de los labios de quien se acerca a él con la más primitiva de las pretensiones de posesión: la gástrica.

Lo de los tomates entra en esta historia en Valdemaqueda en un viaje de adolescencia, buscando la cercanía de mi querida Amalia. Casi al principio creímos haber perdido el dinero previsto para la comida -que luego apareció en un bolsillo oculto de la mochila- El resultado de la anécdota fue una semana comiendo tomate rajado y morcillas asadas al fuego de hoguera... recuerdo pocas combinaciones tan deliciosas.



Capítulo II

AÚN CON CIERTA NOSTALGIA


Debía yo haber cumplido los dieciocho años, porque ya tenía permiso de conducir y mi primer coche, un SEAT 600, como media España. Nos fuimos a Asturias, a visitar a Javier, mi hermana y los dos hermanos Magaña, Fernando y Teresa, quien sería años más tarde la madre de mi hija mayor... pero esa es otra historia y no es gastronómica, por más que si sea suculenta.

El caso es que de entre los gestos de hospitalidad de nuestros anfitriones tengo que entresacar uno de carácter gastronómico que viene aquí como anillo al dedo.

De nuevo no me acuerdo de lo secundario: Ni recuerdo el nombre del pueblo, ni mucho menos el del restaurante -el pueblo podría ser La Roda, aunque ¿quién sabe?- Recuerdo la excursión desde la costa, subiendo la Cordillera Cantábrica, un pueblo discreto, una comida olvidada, pero de pronto aparece ante mis ojos, envuelta en una tenue llama azulada, aquella tortilla dulce flambeada y la siento en mi boca agradecida de golosón irredento.

Tortilla flambeada a la Asturiana.

A estas alturas yo ya he reinterpretado aquella tortilla a mi manera, que seguro tendrá poco que ver con la original, pero que a mí me sale bien haciéndola como sigue:

Mezclo con los huevos una cantidad que muchos entenderán excesiva de azúcar, pero que cada cual ponga la que quiera, y todos tan amigos. Dependiendo de lo que tenga a mano, unas veces no añado nada y otras pongo algunas pasas, un toque de canela y un chorrito de anís.

Bien batidos los ingredientes, hasta que la apariencia sea espumosa, cuajo con ellos una tortilla que de inmediato pongo en una fuente refractaria y flambeo con un aguardiente de orujo.

Conviene dejar la tortilla enfriar un poquito para no quemarse la lengua y para poder apreciar ese sabor con reminiscencias flaneras que se obtiene.

Voy despacio, me digo a mí mismo, en este recuperar de viejos placeres del paladar, sin que aún haya aparecido nada realmente exótico, provocativo. Pero cada cosa a su tiempo. Yo aún me veo con menos de veinte años, con lo que mis oportunidades de topar con perlas de la gastronomía eran realmente bajas, especialmente si consideramos que el escenario en el que se desarrolla la historia es la España cutre y aún bastante pobre del final del Franquismo, en la que el poder adquisitivo de un joven era bajo, y cualquier exceso hedónico resultaba sospechoso.

De aquella época, sin embargo, procede un recuerdo intenso: Se trata de los filetes de sardina que hacían en la tasca de Criado, en una callejuela cercana a la Plaza de España. Yo las he intentado hacer en casa. Y me salen ricas, aunque después queda la cocina oliendo para una semana. Se recomienda la barbacoa en el jardín.

Filetes de sardina al limón.

Las sardinas hay que limpiarlas y separar de la espina ambos lomos o filetes. A partir de ahí lo único necesario es una plancha bien caliente, y cuando los filetes están dorados por fuera, pero aún jugosos por dentro -quienes los prefieran muy hechos, y por tanto resecos, los pueden hacer así bajo su responsabilidad, y sin citarme a mí- se les adereza con un chorrito de limón y un toque de sal. Se sirven, sobre una rebanadita de pan blanco, recién hechos y calentitos, que es cuando están ricos.

Ya que andamos con la plancha se me ocurren un sinfín de cosas buenas, pero no estamos para aburrir con banalidades como sería alabar las gambas a la plancha o las mollejas, o los chocos -éstos con ajo y perejil- o unas navajitas, a las que basta un breve contacto con el hierro y unas gotas de limón para ser una experiencia gastronómica digna de todos los respetos. Aunque, bien pensado, la plancha con un poco de fantasía, es capaz de procesar casi todo, desde un manojo de espárragos hasta una langosta, pasando por un pepito de ternera o un filete de cinta de lomo.

Si algo puedo yo aportar en este punto quizás sea estimular al lector a pasar por su plancha no sólo el reino animal, sino el vegetal.

Esto tiene también sus clásicos; que no son el bróculi o la alcachofa o la endibia o el calabacín... Creo que el vegetal que se destaca en mi memoria tras su paso por la plancha son los champiñones que hacían -probablemente aún los siguen haciendo- en el Mesón del Champiñón, junto al Arco de Cuchilleros de la Plaza Mayor de Madrid, y con los que trabé conocimiento rondando los veinte años, a veces para acompañar el ligue reciente con la gringa turista, y otras veces para consolarme de la ausencia de material ligable.

Champiñón a la plancha.

Tómense unos champiñones no demasiado grandes, y después de quitarles el pié, dejando las sombrillas enteras, límpiense sin sumergirlos en agua. 

Los frutos colocados hacia arriba asemejan pequeñas cazuelas en las que se echa un picadillo de ajo y perejil, unos trocitos de jamón finamente picado y unas gotas de aceite de oliva. Se colocan así, sobre la plancha aceitada, y salándolos al gusto se dejan hasta que fríe el aceite en su interior. Para buscarle el punto a esta especialidad es necesario jugar con el calor de la plancha de manera que no se nos queme el fondo del champiñón antes de estar hecho el resto.

Situado en el Madrid de los años setenta, se me hace difícil separar el heno de la paja en lo que se refiere a la cocina de tapas, que era lo que yo frecuentaba, pues mi presupuesto no daba para otros restaurantes que "El Comunista" de la calle de Gravina o "El Pacífico", un chino -probablemente un "chifa" de origen peruano- en la calle Jesús y María. En ambos recuerdo haber comido con gusto y ganas, pero de ninguno recuerdo qué.

Volviendo a lo de las tapas, quizás de lo que mejor recuerdo guardo sea de los caracoles hechos en una rica salsita picante, frecuentemente más sabrosa que los propios caracoles, y en la cual podría naufragar una flota de sopones de pan, algunos de los cuales aún deben estar presentes en la generosa capa de grasa que hoy protege mi abdomen de las inclemencias del tiempo.

Caracoles en salsa "a la tasca de Madrid".

Tras el largo procedimiento de dejar ayunar a los caracoles, para que caguen y no repongan lo que llena sus intestinos, darles un par de remojadas en agua con vinagre, y un primer escaldado con sal, hay que enfrentar la preparación del sofrito, en el que sobre un fondo de cebolla se fríen taquitos de jamón, pedazos de chorizo, que ha de ser un poco picante, o bien poner algo de guindilla al gusto, un toque de pimentón y se deja hacer, hasta que la pulpa del tomate queda incorporada y reducida. A esto se le añade un vasito de vino blanco seco, los caracoles y agua para que lo cubra todo. 

Después de una media hora de lenta cocción habrá conseguido el milagro de convertir bichos repelentes en un manjar, lo que finalmente es el objeto de la cocina.

En todo caso, y para cerrar el tema, si usted realmente quiere experimentar la cocina de las tapas, deje de leer esto y dese una vuelta por "El Brillante", frente a la Estación de Atocha, con lo que se le aclararán todas las dudas de una vez... si es que su estómago lo permite; si ve que no lo resistiría, hágalo en varias etapas, e impóngase como penitencia una peregrinación periódica a ese templo de la tapa, o al que le quede más a mano, que en Madrid hay muchos, y en esto de las tapas impera la libertad de cultos.

Otra alternativa, muy apropiada para quien lea este libro en Guatemala, es dejarse caer por un local, que yo no me atrevo a llamar restaurante, que hay en la 13 calle de la zona 10... sí, me refiero a "donde Mikel"; maestro de la plancha, que suple la humildad de la infraestructura con unos platos que él mismo elabora, como un director de orquesta frente a su plancha, y que son la delicia máxima a la que se puede aspirar en medio continente. Si decide seguir mi consejo, vaya y pida un "mar y tierra" o unos calamares... y sabrá lo que se puede hacer con una plancha y bastante ciencia.

Antes de terminar este capítulo, y recordando que este libro lo estoy escribiendo en Guatemala, quiero dejar hecho un homenaje a un vegetal que he descubierto en este país, donde las hortalizas procedentes del altiplano occidental pueden llegar a ser sublimes. Se trata del güicoy, que es una especie de calabacín esférico y de un diámetro de unos cuatro o cinco centímetros, que a la plancha, con un poquito de ajo está impresionante.



Capítulo III

AMÉRICA, POR PRIMERA VEZ.



Con veintidós añitos, descubrir América fue una revelación que me marcaría... también en lo gastronómico. Desde entonces forman parte de mi ser sabores y texturas, como la guayaba o el fríjol molido (volteado, dicen en algunos países) y especias y materias, como el culantro o la yuca. Pero lo más importante, lo que constituyó una ruptura fueron los modos: Ya nunca podré olvidar el primer elote (mazorca de maíz) comido a dedo en cualquier plaza de México o en cualquier rincón del Perú, o el "plato combinado" servido sobre la mano, cubierta ésta por un pedazo de hoja de banano, y en cuya composición no pueden faltar el arroz, los frijoles y unas láminas de plátano frito, que sirven como cuchara. Aquello fue en Nicaragua, probablemente. La Pachamanca se merece un comentario aparte, pero no podría dejar de recordar en esta introducción ese asado hecho en un agujero de la tierra, mezclando las viandas con piedras calientes y tapándolo todo con tierra un ratito. Otro hito es la tortilla de maíz, plato que sustituye a la hoja de banano en las comidas callejeras de toda Centroamérica, y que se llega a transformar, frita rebozada, rellena de queso, tostada, etc., en cualquier cosa que uno se pueda imaginar. 

América es en mi historia, no sólo en la gastronómica, un elemento recurrente, que aparece en muchas épocas, en diferentes situaciones y dejando diferentes rastros en el recuerdo... No puedo evitar que se mezclen diferentes países, diferentes épocas, e incluso diferentes situaciones mías personales, que si en lo gastronómico me han ayudado a descubrir nuevos matices, ¡no digamos en lo sexual!, pues entre el amor con la europea, y lo mismo con la latina, hay un mundo de comprensión de las cosas... No en vano las mentes libres de España (y de toda Europa) huyeron hacia América buscando sociedades más abiertas, lo cual les salió mal en cuanto se convirtieron en aristocracia criolla, conservadora donde las haya, pero afortunadamente no todo en América es aristocracia criolla, ni ese conservadurismo pasa en muchos casos de ser superficial, con lo que al investigador persistente le quedan grandes espacios de descubrimiento. 

De mi primera experiencia americana guardo una sola referencia culinaria: Las pupusas salvadoreñas; no culinarias alguna más.

Sin embargo, yo no me atreveré a dar la receta de las pupusas; Solo les cuento lo que he visto: Para la fabricación de las tortillas de maíz, quien las sabe hacer forma una bola de masa, la cual palmea posteriormente hasta convertirla en la oblea que se cuece sobre una superficie caliente, el comal. Pues, bien, yo he visto introducir en la bola que antecede a la tortilla, diferentes cosas: queso, carnes, etc. Al ser esta bola con relleno aplanada y cocinada da lugar a la pupusa... seguramente con trucos y matices que a mí se me escapan, y que dan a ese plato nacional de El Salvador la importancia que tiene y la capacidad de despertar nostalgias entre los que las hemos degustado.

Y ya que esto no es un libro de vaguedades, y que me he comprometido a recoger las recetas de mi vida, debiera seguir, por orden estrictamente cronológico, por el guacamole, que descubrí en Guatemala, en Antigua para ser más exactos, en mi segunda estancia americana, en 1978. Reconozco a este plato un lugar privilegiado en mi recuerdo, y aunque es polimorfo como casi ninguna otra especialidad, tiene una fórmula clásica:

Guacamole clásico

Es sencillo: Consiste en sacar la carne del aguacate maduro, y mezclarla con un poco de cebolla picada, aliñando con vinagre (o limón), sal, pimienta y un poquito de aceite (opcional).

Sin embargo, las variaciones sobre este tema son infinitas, pudiendo quedarse en la simple adición de algunos ingredientes más, como huevo duro picado, pulpa de tomate, etc., o proyectarse al infinito como sería la forma que proponen en Cuba:

Guacamole cubano.

Éste precisa de un poco más de trabajo, pero merece la pena. Se comenzará sacando la carne del aguacate maduro, así como la de una piña tropical cortada por su eje longitudinal.

Se habrán reservado unas pocas medias lunas de aguacate, que se colocarán como adorno sobre la mezcla de pedacitos de aguacate y piña, con la que se habrán rellenado las dos medias piñas vacías.

Para aliñar se prepara una mezcla de crema de leche, batida con sal y pimienta, y mahonesa. Esta mezcla se echa por encima y se sirve orgullosamente, adornando el conjunto con aquello que uno tenga a mano y le dé un toque de color, como pueden ser unas ramitas de perifolio.

Y sobre guacamoles, Dios te libre pontificar, pues encontrarás tantas recetas como familias, al menos... Recuerda lo que pasa en España con los gazpachos.

En 1978, quién sabe qué conjunción de circunstancias me llevó a Costa Rica, y en ese país viví tres años importantísimos para mí, especialmente desde el punto de vista de maduración personal, de reconciliación con el género humano, de encuentro con las bellas costarricenses, que desde entonces poseen una parte de mi corazón... pero en lo gastronómico sólo recuerdo con intensidad el pejibaye o chontaduro, que es la fruta harinosa de una palma, y que una vez cocida, resulta deliciosa con mahonesa u otra salsa. Es cierto que fue en Costa Rica donde descubrí la combinación de arroz blanco con frijoles, mezcla que allá llaman "Gallo pinto", pero que, siendo objetivos, no se puede comparar al Congrí cubano u otras combinaciones similares que aparecen en el Caribe (Rice and Beans, Moros y Cristianos, etc...), más elaboradas, en las que una parte de la cocción se hace en conjunto, y en las que aparecen los condimentos o complementos característicos de las diferentes zonas: El coco rayado y la carne de tortuga en el Caribe anglófono, o el chicharrón de cerdo en el hispano. Como ejemplo pongamos el más sencillo de todos: unos Moros y Cristianos sin nada.

Moros y Cristianos.

Los frijoles, limpios y remojados una noche, se cuecen solamente con sal para que se ablanden. Se escurren y se mide el caldo obtenido.

En una sartén se prepara un sofrito de cebolla con ajo, que puede ser hecho en manteca de cerdo o con aceite, y sobre el cual se rehoga el arroz. Una vez especiado con orégano y con comino se mezcla con los frijoles y se le pone el caldo de cocer aquellos, en la proporción adecuada; es decir como el doble de caldo que de arroz, en volumen.

Luego de cocer todo junto a fuego lento el tiempo necesario para que el arroz se seque, es aconsejable dejarlo reposar, pues no tiene por que ser comido muy caliente, y sin embargo agradece el reposo soltándose y compartiendo aromas y sabores.

Si la manteca se obtuvo refriendo gordo de cerdo, los chicharrones habrán quedado en algún sitio; ¡Échelos encima de los Moros y Cristianos al servir, y verá como le queda bien!.

Curiosamente, fue también en Costa Rica donde descubrí lo que llegó a convertirse en una de mis aficiones gastronómicas recurrentes, y digo curiosamente por que se trata de la "Empanada Chilena", que yo llamaría empanadilla por el tamaño, pero que sus inventores llaman empanada, y yo lo respeto.

La explicación de esta curiosidad se debe a un bar y restaurante que había en San José, a final de los años 70, llamado "La Copucha", donde algunos encontrábamos una cerveza, una charla, el principio del resto de una noche, y siempre, la hospitalidad de una familia dispuesta a acoger a esa pandilla de muchachos lejos de casa, compuesta por jóvenes de la Cooperación, Naciones Unidas y diplomáticos, además de algún exótico local o foráneo para completar el cuadro.

Desde luego no me voy a atrever a enseñarles a hacer la empanada chilena, lo único que haré será avisarles que existe una empanada argentina, muy similar, pero a la que faltan, creo yo, y sin ánimo de provocar con esto un incidente internacional, las pasas, y un poco de cebolla, muy abundante en la chilena, lo que la hace especialmente jugosa. La receta, que no es mía, la adjunto en el anexo.


Capítulo IV

LOS RETORNOS



Así como los vientos del destino me trajeron a América, también me llevaron de vuelta a Europa, a Alemania, para ser más exactos, donde de nuevo se abrió una etapa de gran intensidad. Ahora, veinte años después me doy cuenta de lo importante que fue aquella época para mi educación... hoy todavía incompleta, pero entonces realmente rudimentaria. 

Y no sólo me refiero a la educación de mi sensibilidad como ser humano, sino también a mi educación gastronómica. Yo llegué a Alemania en esa situación aún inmadura y prepotente de los treinta años, en la que uno está en condiciones de correr kilómetros sin ver el paisaje, y de comerse lo que le pongan delante sin considerar lo que de arte tiene... en Alemania empezó, quizás, a despertar lo que de epicúreo pueda haber en mi carácter. 

He de confesar, sin embargo que fue otro retorno, más tardío, y esa vez a una España virtual, que se desarrollaba en Perú a través de los guisos y hábitos de mi muy querida Alegría, el que desarrolló el tripero en que finalmente me he convertido.

Cuando escribo esto siento la necesidad de disculparme ante todas aquellas personas que han cocinado para mí cuando yo era incapaz de gozar aquel esfuerzo. ¡Qué gran frustración, poner todo el arte culinario en juego, para que alguien lo trasiegue sin percibir los matices!. ¡Estoy seguro de que esos guisos "que hacen las mujeres" como yo denominaba de manera políticamente incorrectísima a los estofados que hacía mi madre en mi infancia, y que me parecían solamente deliciosos, debieron ser sublimes.

Estofado

Cuando mi madre lea esto, se echará las manos a la cabeza y me repudiará por recordar con semejante infidelidad sus guisos.

Yo pongo a cocer la carne de la que se trate: que bien puede ser falda de vaca u otra de poco valor, pero sabrosa. Cuando está blanda se añaden las patatas cortadas en cuadraditos, unos granos de pimienta negra, y el sofrito.

Este consiste en un fondo de cebolla, un par de ajos, y un pimiento verde, picado que se sofríen con poco aceite; sobre esto se pone una cucharadita de pimentón y rápidamente un chorro de agua que evite al pimentón quemarse, y así todo a la cazuela.

Recuerdo la presencia aleatoria de unas alcachofas, algún guisante... depende del mercado. 

Y metidos en estofados, no se puede dejar de recordar el gulash, auténtico protagonista de la cocina popular húngara, y hoy, ya caídas tantas barreras, rey de los restaurantes baratos -si es que los hay- en las pistas de esquí.

Gulash.

El gulash que yo aprendí a hacer en Alemania es un estofado invertido, en el cual se prepara primero el sofrito, y después se le van añadiendo los tropezones; La cosa funciona así:

En una olla alta se pocha la cebolla en cantidad que pudiera parecer exagerada, se añade sal y pimienta, y ya con el agua lista, se añade una cucharada de pimentón -paprika húngara, si se quiere ser coherente- a la que sólo se deja freír un momento, para evitar que se ennegrezca y amargue. Entonces se añade agua y la carne cortada en dados de unos dos o tres centímetros de lado.

La carne, que no tiene que ser necesariamente de la mejor calidad, se hará en una hora en olla abierta, o en mucho menos en la olla exprés.

Cuando calculemos que la carne ya está lista, se ponen patatas cortadas igualmente en dados algo más pequeños que los de la carne, se añade agua, si es necesario, para que ésta cubra las patatas, y se deja hervir de nuevo hasta que todo está hecho.

Como consejo final, aplicable a cualquier estofado, diré que éstos ganan con el tiempo, y que aunque la patata trasnochada no suele estar en su mejor forma, esto no se aplica a los estofados, pues al quedar la patata cubierta por la salsa, se va penetrando y compenetrando, dando lugar a versiones deliciosas de estofado "gran reserva" comestible un par de días después de preparado, incluso frío.

Pero ya que había empezado con las remembranzas gastronómicas de Alemania debiera seguir por el mismo camino, si no es por que me he dejado un tema de por medio, que aunque el lector quizás no haya percibido, yo si lo he hecho con mucha intensidad: Se trata del sexo.

De nuevo encuentro un paralelismo entre sexo y comida, y ya que he pedido disculpas a aquellas personas que cocinaron para mí, cuando yo aún no estaba maduro para poner de mi parte la necesaria sensibilidad, creo que es aún más pertinente hacer lo mismo con aquellas que compartieron el sexo conmigo cuando yo era aún más inepto, si cabe, y desde luego mucho menos delicado y sensible ante las maravillas de esa construcción mágica que es un orgasmo, y que no admite comparación ni con la mayor delicadeza culinaria.

Desgraciadamente, ni yo sabía lo que me perdía, ni lo que dejaba de ofrecer a mis compañeras de cama; Hoy lo vislumbro y les pido perdón colectivamente, aunque creo que la culpa no era del todo mía... ¿cómo va uno a saber aquello que no le enseñaron?. Sin embargo entiendo que igual de basto es comerse una langosta de cuatro bocados, como gozar del sexo con la prisa del que persigue satisfacer una necesidad fisiológica. 

En este punto, y por una elemental asociación de ideas, podría ponerme a ensalzar los placeres de la evacuación, comparables y a veces superiores a los de la ingestión, pero creo que no es este el momento, así que intentaré volver a Alemania y a sus aportaciones a mi muy personal acervo de recuerdos gastronómicos.

Si antes he empezado a hablar de América y sus cocinas como algo que marcó un hito en mi comprensión culinaria, la realidad es que la cocina alemana se me hace aún más exótica que la americana; los productos y especias americanos son mucho más comprensibles para un mediterráneo (y más aún para un español) que los alemanes. Los picantes calientes americanos, el chile o el ají, son hermanos de nuestras guindillas, las verduras y hortalizas son de sobras conocidas para los españoles, después de cinco siglos de intercambios... sólo resulta realmente exótica alguna especialidad muy local, como los chayotes, por otra parte nada relevantes en la cocina de Centroamérica, que es de donde son originarios, o el chuño, patata desecada del altiplano andino, que puede despertar nostalgias en los oriundos de aquellas tierras, pero que no tiene presencia fuera de ellas, ni la merece, objetivamente visto, dado lo poco que se puede conseguir, culinariamente hablando, del famoso chuño.

Sin embargo en Alemania sí me encontré otra cultura de la comida, otra comprensión de la alimentación, ligada a productos y preparaciones que responden a otro clima y a una comprensión más utilitaria y menos hedónica de la comida que en los países de clima más benigno. No olvidemos que la actual riqueza de Alemania, como potencia industrial y tecnológica, es muy moderna; En los ancestros cercanos de los alemanes está el hambre y el frío de los largos inviernos, la comida como combustible para el trabajo y la producción, más que para el gozo sensual, como ya la comprendía el árabe andalusí en el sigo IX ó X.

Esa cocina que tanto me impresionó está construida sobre conservas, embutidos, guisos densos y sabrosos, con pocas especias, y confiando la riqueza de sabores a un mundo de tubérculos que no usamos en el sur, como el nabo, remolacha, la raíz de zanahoria, etc., con picantes fríos, del tipo de la mostaza y el rábano.

Pero, ¿para qué quedarse en generalidades?. Mejor les cuento alguna de las delicadezas que conservo en mi memoria.

Quizás el puesto preeminente de mis aficiones gastronómicas alemanas lo ocupe la salchicha blanca, de carne de ternera, que se ha de consumir antes de las doce del mismo día en que fue elaborada, y aromatizada con mostaza dulce.

Por supuesto que no les voy a dar la receta de estas salchichas; Les sugeriré que las prueben, como todo, en su lugar de origen, que es Munich, y si tienen ganas de comer las mejores, déjense de elegancias y vayan a comprarlas a una carnicería al lado del mercado de mayoreo, que es donde dicen que se hacen las mejores, o en su defecto pídanlas en un restaurante alejado de los circuitos turísticos, pero sin salir de la Baviera del sur.

Otro clásico es el codillo, del que sí me atreveré a darles la receta, que tiene la ventaja de ser sencillísima, por virtud del reparto de responsabilidades.

Codillo a la alemana.

Todo el misterio de un buen codillo es un buen codillo, y no me vengan con que eso es obvio, por que yo me refiero a la materia prima, y esa es la razón de la sencillez de esta receta.

Comienza, pues en el mercado; Compre usted un codillo bien preparado, que puede ser sencillamente marinado, o con un previo toque de ahumado, si usted así lo prefiere.

Compre asimismo un frasco de sauer Kraut (repollo ácido en conserva).

Hierva el codillo en la olla exprés, con poca agua y un puñado de sal, un par de horas.

Sirva el codillo rodeado de Kraut,

Me acabo de dar cuenta que, llevado por la gula intelectual, he dejado de hacer algunas consideraciones al respecto de las muchas cocinas, que en Alemania como en todas partes, coexisten en los diferentes momentos del mismo lugar...

En Alemania hay que distinguir entre la cocina del invierno, bajo techo, y una cocina encantadora que se despliega en los merenderos al aire libre en cuanto brilla un rayo de sol.

También hay que distinguir entre la cocina de los "antiguos" y la de los "modernos". Es interesante comprobar como la progresía se desmarca de su historia, también en lo gastronómico, cambiando cocina de cerdo, por cocina vegetariana, y especialidades alemanas "de toda la vida", por nuevas especialidades con toques, no siempre acertados de cocina mediterránea, árabe o asiática. 

Yo me quedo con la cocina alemana de toda la vida, cuyo descubrimiento debo en gran medida a mi ex suegra, que me mimó en lo gastronómico, marcando referencias inolvidables; y si quiero un arroz pilaf, me lo tomo en un restaurante indio, que es donde mejor lo preparan.

Lo que también merece dejar reflejado aquí es esa costumbre del merendero, que arrastra a la calle a muchos alemanes en los días de sol, con una cestita, en la que han acomodado unas salchichas, unas hortalizas (tomates, rábano, rabanillos, o algún tipo de ensalada), algún fiambre, queso, y panes al gusto, que en Alemania los hay de variadas clases. Con esto se dirige uno a un jardín cervecero, o Biergarten, como ellos dicen, donde se procura uno la cerveza que vaya deseando... y ¡a disfrutar!.

La costumbre del merendero fue también española; yo la recuerdo bien, pero incomprensiblemente ha desaparecido.

El merendero a la española tenía dos grupos de protagonistas: el entorno y la comida. El entorno estaba definido por mesas al aire libre, y algún tipo de planta de sombra, moreras frecuentemente. 

La comida tenía también sus protagonistas privilegiados: Además de lo que pudiera traer cada uno, tortilla de patatas, filetes empanados, etc, lo usual era comprar en el merendero una ensalada, el vino, y, si el presupuesto lo permitía. unas chuletas de cordero hechas a la brasa.

A mi no me gusta el enfoque nostálgico, así que les propongo actualizar una merendola campestre al estilo clásico, y ya verán como les aprovecha.

Buscar el sitio apropiado es un reto de por sí, pero es su reto, y yo en eso no me meteré, sin embargo voy a hacer unas cuantas propuestas gastronómicas. 

La merienda consistirá en una tortilla de patatas, una ensalada ilustrada, y unas chuletitas de cordero a la brasa; todo ello regado con vino tinto, que no es necesario que sea muy bueno, por que lo típico es tomarlo con gaseosa fría, o bien una sangría.

La tortilla de patatas.

Al respecto de las tortillas hay muchas versiones, muchas escuelas, y muchas pasiones, ya que frecuentemente quien hace la tortilla de una manera entiende que todas las demás son una heterodoxia, así que procuraré quedarme en la versión clásica.

La tortilla clásica para merendero, que es la que mejor aguanta el traslado, es únicamente de patatas y huevo, bien cuajada.

Se comienza friendo en abundante aceite las patatas cortadas en rodajas finas. El fuego no será demasiado fuerte, ya que lo que se pretende es que las patatas queden blandas, y no crujientes.

Aparte, se habrán batido los huevos, con su sal, y sobre ellos se echan las patatas fritas escurridas. Esta mezcla se pone en una sartén que no se pegue, con unas gotas de aceite, y ahí se cuaja por ambos lados. Si usted ha visto a un cocinero dar la vuelta a la tortilla, lanzándola al aire, y le parece fácil, le recomiendo que lo intente antes con una masa de barro, en el jardín, pues en la cocina queda muy escandalosa una tortilla desparramada por el suelo. Dar la vuelta a la tortilla con un plato resulta menos elegante, pero mucho más seguro.

La tortilla para llevar debe estar bien compacta, por lo que se debe cuajar a fuego lento, durante un tiempo más largo que la tortilla para comer en casa, que se sirve tibia, y debe estar más jugosa.

Existen algunas variaciones muy comunes a la tortilla clásica, la más importante de ellas consiste en ponerle cebolla; a mí me gusta más así, poco cuajada, y con abundante huevo.

La ensalada ilustrada.

La lechuga, de las de orejas de burro, tiene que estar crujiente y muy fresca. Se trocea y se pone en un barreñito, o recipiente generoso. Sobre ella se echa la cebolla cortada en medias lunas finitas, y el tomate, igualmente troceado.

A esto se añade atún de lata, y unas aceitunas, que deben ser sin hueso, y pueden ser rellenas de pimiento; se aliña con sal, poco vinagre y bastante aceite de oliva; y se revuelve. Luego, y con cuidado de que no se destroce, se añade el huevo duro en rodajas, que debe quedar por encima, para cumplir su doble función de complemento y decoración.

Otras ilustraciones, como espárragos, e incluso carne frita (pollo o cordero), o chicharrón, dependen de la iniciativa del artista, y son básicamente aceptadas.


Chuletitas a la brasa.

Esto de las chuletas tiene poco de arte culinario, pero mucho de elección de los elementos que intervienen.

Lo primero son las chuletas, que si son de cordero joven, pascual yo diría, mejor, aunque he de confesar que a mí me gustan todas, cada una por su razón. 

Por otro lado está el fuego, que debe ser brasa fuerte, pues la chuleta es un corte delgado, que no necesita mucho tiempo para cocinarse interiormente, pero que conviene que esté crujiente al exterior, sin estar quemado por la llama. Por esto conviene preparar un buen fuego que deje mucha brasa, y no comenzar a asar las chuletas hasta que se apague la llama. 

A partir de estos elementos, sólo queda seguir el ejemplo del pastor: Un cubo de agua al lado del fuego, para meter en él la mano, que de esta manera no se quema al manipular las chuletas sobre el fuego, pues está protegida por una fina película de agua. La chuleta debe ir del fuego al plato del comensal, y ser consumida crujiente y caliente. Yo las prefiero más bien saladas, pero para eso también hay opiniones.

La Sangría.

Es una preparación clásica que probablemente se inventó para enmascarar el vino peleón barato, pero que se ha ganado un sitio en la gastronomía popular española, y en el recuerdo de los turistas que han pasado por España. Consiste en la mezcla, que tradicionalmente se hace en un barreño o recipiente similar, de vino tinto, zumo de limón (del amarillo), azúcar, y gaseosa. Sobre su superficie deben flotar trocitos de melocotón, pedazos de la cáscara del limón y una ramita de canela, además de los cubitos de hielo que enfriarán la mezcla.

Al comenzar este capítulo me dije que tendría que hablar de Alemania, y su impronta en mi memoria gastronómica, pero me doy cuenta de que a cada momento me dejo distraer por una asociación, y me voy del tema. Quizás esto sea bueno; realmente no pretendí en ningún momento escribir un tratado, ni un libro de recetas, y puede que este desorden haga mas divertido este peregrinar por la gastronomía, que si me pusiera en plan disciplinado a ordenar esto por carnes y pescados, o por países, o épocas.

Pero, para terminar con Alemania, déjenme decir una palabra sobre el pescado... ¿pescado?... ¿en Alemania?... No, no desvarío; en Alemania hay una cocina de pescado, que no se puede comparar a la española o a la peruana, pero que tiene un par de cosas que uno no encuentra en ningún otro sitio. Me refiero a los arenques a la crema y, en menor medida, a los ahumados.

Lo de los arenques a la crema tiene importancia, por que es una imagen gastronómica bastante original, que suele perdurar en quien la ha gozado; es una semiconserva, que mezcla el punto grasiento de las conservas en aceite, con el ácido de los vinagres.

De nuevo me voy a abstener de darles la receta, pero sí les daré pistas suficientes para que gocen este manjar.

Lo único importante es comprar bien los arenques (Kaiser Herringe), que se encuentran en todas las buenas tiendas de delikatessen del mundo, mirando especialmente la calidad y no el precio, pues igualmente se pueden encontrar arenques a la crema en los almacenes "de descuento", eso sí, muchos de estos últimos con regusto a parafina. Los arenques se sirven acompañados de patatas hervidas, si es posible de las más cremosas.

Y no me voy a meter aquí con disquisiciones al respecto de las patatas, pero después de haber vivido algunos años en el Perú, donde se distinguen al menos cuatro clases de patatas, siempre me resulta un poco primitivo hablar sencillamente de patatas, sin especificar, al menos, si me refiero a las "harinosas" o a las "cremosas".


Capítulo V

DESCUBRIMIENTOS DE MADUREZ



En algún lugar de este libro ya he mencionado ese sentimiento de primitivismo que me embarga cuando recuerdo la manera en la cual he encarado la comida, y también el sexo, en mis años más mozos.

Después de lo escrito creo que ya va siendo hora de que empiece a reflejar ciertos avances en el epicureismo gastronómico a los que he ido llegando con los años... También debiera hablar de sexo exquisito, pero en eso aún soy muy aprendiz, y mejor les refiero a los clásicos hindúes, o les animo a buscar ustedes mismos, poniendo en ello toda su sensibilidad y su generosidad, que si en muchas otras cosas se paga sola, en el sexo más.

No me gusta escribir recetas del tipo "mida 2,5 cl de aceite y pese 150 gr de harina". Prefiero indicar que hay que poner harina y aceite, y que cada cual arme las proporciones que mejor le parezcan, hasta que aprenda a hacer lo que yo hago, que consiste en poner un chorrito de aceite y unas cucharadas de harina, hasta que la pasta está tan aceitosa y compacta, como algo en mi instinto me dice que debe estar.

La sabiduría se adquiere cuando se olvidan los conocimientos, y nadie puede llegar a ser tan necio como el erudito que cree que todo lo sabe, por que recuerda al pie de la letra citas, fechas y contenidos... sin ser capaz de recrear él mismo, en el desamparo de la improvisación algo, bueno o malo, pero propio. Por otro lado, el único medio de identificarse con lo que uno cocina, y posteriormente se come, u ofrece a los amigos, amantes, hijos o quien en cada caso se lo merezca, es haber transgredido, sido infiel en la composición o en el modo de hacer un plato, y finalmente ofrecer no sólo el virtuosismo de una ejecución, sino el valor de un riesgo asumido.

Y ya que me he puesto filosófico, aprovecharé, antes de volver a recordar ricos platos que forman parte de mi historia, para afinar el porqué de este interés por la cosa, incluso para ir dimensionando su administración.

Sugiero cocinar, y sobre todo comer, con un sentido ético, entendiendo la ética en su significado original, como el arte de vivir, o mejor dicho, como el arte de hacer bella la vida, de optimizar las muchas ofertas de manera que se produzca una vida lo más agradable posible, tanto a corto como a largo plazo.

Me gustaría ser capaz de organizar mi alimentación de manera que pudiera gozar muchísimas veces, durante muchísimos años del placer de sentir sobre mi lengua una combinación exquisita de sabores y texturas, con los aromas aportados por el vino, y un dulce postre para cerrar el estómago, sin darle oportunidad a un médico, probablemente un poco sádico, de decirme eso de "... y los mariscos, ¡ni probarlos!". Por eso creo que a partir de un cierto momento me han empezado a gustar más ciertas cosas que yo sé ligeras, y aprecio más ciertos platos que creo más saludables... "Cosas del coco", dice mi mujer.

Pues, ya que las "cosas del coco" son tan importantes, creo que el ingrediente capaz de hacer única cada comida es esa interpretación que nos permite adornar los platos con complementos afectivos... Y, ¡nadie piense que estoy defendiendo la alimentación macrobiótica!. Estoy diciendo que el caviar no sólo sabe bueno, sino que le hace sentir a uno que es rico, y que una humilde tortilla a la francesa hecha por las manos de quien te quiere, te puede saber mejor que algo objetivamente mejor elaborado comido, solitario, en un restaurante. Lo mismo se puede aplicar a un platito de verduras al vapor con un chorrito de aceite de oliva "de cosecha", que además de estar objetivamente muy bueno, te da la sensación de estar atendiendo a tu cuerpo como él merece.

También es cierto que una trasgresión dietética puede ser el "puntito perverso" capaz de hacer inolvidable una comida...

Y hay comidas que deben ser inolvidables.

Estoy seguro de que el que más y el que menos se está esperando un capítulo dedicado a la cocina afrodisíaca... ya nos vamos conociendo.

Sin embargo, y antes de nada, quiero dejar claro que si mi pobre experiencia sirve para algo, lo más afrodisíaco de una comida no es la comida, sino la expectativa, la puesta en escena, lo sobrentendido, o lo inesperado... creo que es más excitante el mero hecho de decirle a tu pareja que, mientras ella lee, le vas a preparar una cenita que se le van a caer las bragas, que elaborar fríamente un recetario completo de especialidades afrodisíacas.

Por otro lado, un menú supuestamente afrodisíaco pero pesado, regado con el mejor Champagne, en cantidad excesiva, deja como resultado a un par de personas, que eventualmente estarían dispuestísimas a una alocada interpretación creativa del sexo... si no fuera por que la modorra les vence, y acaban ambos adormilados, cumpliendo penosamente, como un trámite con ese coito previsto, antes de caer dormidos como costales. 

Así, pues, yo recomendaría, para esa comida especial, que se supone sería seguida de algo aún más especial, un menú imaginativo, lleno de especias, aromas y sabores, pero trabajoso de comer, de manera que el tiempo de maduración de lo que ha de venir, no sirva para llenarse la andorga hasta el límite de hacernos perder la mínima agilidad y viveza requeridas para poder saborear lo que venga, cuando llegue.

Dicen que tanto los crudos como los mariscos son afrodisíacos; Lo que es innegable, es que de ambos grupos se pueden esperar delicadezas extremas, por lo que yo me pongo a imaginar una cenita que comienza con un carpaccio, ligero y casi transparente, que hace escala en una langosta con mahonesa y verduritas al vapor, y que cierra con un Camembert en su punto de madurez, regado cada plato con su vino correspondiente, y con una puesta en escena esmerada, con flores coloridas, pero sin olores que contaminen la mesa y se mezclen con los de la comida; con un sorbetito de limón entre platos, para cambiar de sabor, y... lo más difícil: Una conversación divertida y chispeante, que busque eliminar barreras y desnudar el alma, antes de que lo hagan los cuerpos, o bien limpiar el campo de viejos temas y cuestiones pendientes. 

Si después de esto no les funciona... más les recomiendo que cambien de pareja, o que se pregunten a sí mismos si no les conviene hablar sinceramente con un psicólogo.

Pero, para completar la recomendación, les trascribiré las recetas, que finalmente, es mi tarea en esta ocasión, más que la de consejero de parejas.

El Carpaccio, es una especialidad italiana, que yo, como ya es habitual, he descubierto en otro lugar que no es el suyo de origen, y de la que tengo una referencia ciertamente exótica, pero auténtica... El mejor carpaccio que recuerdo lo he comido en Guatemala, en un pueblito perdido de la mano de Dios, que se llama Monterrico, en la costa pacífica de Guatemala, cerca ya de El Salvador, donde una pareja compuesta por la suiza Brigitte en la cocina, y su compañero guatemalteco, Oscar, operan con profesionalidad y cariño un restaurante delicioso que se llama Neptuno -no se lo pueden perder-, y en el que sirven un carpaccio de res que me sabe especialmente rico, cuando harto de playa y de parque natural, reserva de vida salvaje y manglar, me pongo en sus manos.

Carpaccio.

Se puede hacer de cualquier cosa, pero el clásico es de solomillo -lomito, como se le llama en América-, el cual debe ser congelado para poder ser cortado en láminas casi transparentes. Ya que la pieza es blanda por naturaleza, y que al no estar cocinado se mantiene blando, yo recomendaría comprar un solomillo de animal hecho, en vez de la ternera insulsa. Si me permiten, incluso voy a hacer una inserción comercial: Conozco una carnicería, que no será la única, de "carne de lidia", que es como se llama a las reses que después de ser toreadas se venden. Está en el barrio de Campamento, en Madrid, sobre la carretera que va de Aluche a Pozuelo, poco antes de cruzar bajo la autopista de Extremadura. Allí se puede comprar un solomillo rojo y sabroso, de un animal que antes de morir en una tarde de gloria, ha tenido cuatro años de vida natural en la dehesa, corriendo todo lo que quiso y alimentado sin hormonas ni guarrerías.

Pues bien, una vez cortadas esas sutiles láminas de carne, se extienden sobre un plato una al lado de la otra, sin solaparse, y se aliñan con unas gotas de limón, un chorrito de aceite de oliva virgen, alcaparras, anchoas, y aceitunas, todas ellas finamente picadas, y queso parmesano rallado al gusto. Si se deja descansar un ratito antes de servir se dará oportunidad a que se mezclen los sabores, y se acoplen los aromas.

Langosta hervida con mahonesa.

La langosta, que debe estar viva al momento de cocinarse, se ata para evitar que con sus coletazos saque toda el agua del puchero, y se cuece en una abundante cantidad de agua salada, en la que se habrán echado un puñado de granos de pimienta y una hoja de laurel.

Se cuece durante un tiempo proporcional a su tamaño, hasta que esté hecha, se deja enfriar un poco, y se corta al medio longitudinalmente.

Las verduritas, que sean de la época; y si no, unas patatitas y un brécol, o una coliflor, que siempre se encuentran, previamente cortadas en dados y ramitos, y hervidas al vapor. 

Y, ahora viene lo delicado de la cuestión: La mahonesa.

La mahonesa es una salsa delicada por dos razones, la gastronómica y la diplomática. Empezaremos por el final, ya que es lo menos importante, aunque su disquisición sea interesante.

Dicen que cuando la isla de Mahon, en las Baleares, estaba ocupada por las tropas napoleónicas, una dama local invitó al General francés, Gobernador o algo por el estilo, a una comida, en la que apareció una salsa hecha emulsionando huevo en aceite de oliva. El General, interesado, pidió a la dama que instruyera a su cocinero en la preparación de la salsa, y a partir de entonces la sirvió él mismo... eso sí, el nombre se fue corrompiendo con el uso, llegando a ser conocida en muchos lugares como mayonesa. De todas maneras no creo que merezca la pena pelearse por el nombre, especialmente si se tiene en cuenta que el General napoleónico llevó a Mahon a sus soldados, más de uno con un ejemplar de "La Enciclopedia" en la mochila, y estoy seguro de que el intercambio fue justo: Una receta deliciosa, a cambio de un poco de "ilustración", que buena falta hacía en la España de principios del XIX.

Resuelto el tema del nombre, vayamos a la manufactura: 

Hay dos versiones:

Se separan las yemas de dos huevos, dejando las claras aparte. A estas yemas se añade la sal, el vinagre, y un chorrito de aceite de oliva virgen. Luego se baten a velocidad baja, añadiendo aceite de oliva refinado, en un hilo fino, para que se vaya incorporando a esa masa que se irá espesando hasta quedar casi compacta. En ese momento se añaden, revolviendo suavemente las claras, que previamente se han batido a punto de nieve; es decir, hasta que se pueda dar la vuelta al plato sin que la masa se caiga.

La segunda versión, mucho más apropiada a los tiempos en que vivimos, no es peor de sabor ni de textura, y cuesta mucho menos tiempo. En este caso se ponen en el vaso de la mezcladora los huevos completos (no, la cáscara no... no me malinterprete), con la sal, el vinagre, y el aceite de oliva virgen. A continuación, y con pulso y cuidado, para evitar que la mahonesa se corte, se añade el aceite de oliva refinado hasta llegar a la consistencia adecuada.

En ambos casos, la proporción entre los aceites dependerá del gusto de cada uno y del uso al que se destina la salsa, ya que el aceite virgen es casi como una especia, dada su intensa fragancia, que podría quedar como protagonista absoluto... cosa perfectamente comprensible si uno pretende comer la mahonesa con pan, simplemente, que está muy rica; pero contraproducente si uno quiere que sabores suaves, como la langosta o unos espárragos no desaparezcan engullidos por el recio aceite de oliva. Incluso un cierto porcentaje de aceite de girasol puede ser aconsejable en ciertas ocasiones.

Tanto el carpaccio como la langosta pueden acompañarse con un vino rosado, o incluso un tinto de poco cuerpo, tipo Burdeos, o ciertos Riojas, pero si estamos haciendo algo especial, yo pondría sobre la mesa un Champagne, o un Cava, más barato y puede que igual de bueno, brut, en todo caso.

Para cerrar ya habíamos anunciado un queso: Un Camembert en su justo punto de maduración, para el cual yo hubiera recomendado un vino tinto. Sin embargo, mi amigo Philippe Combescot, me ha instruido sobre algo que yo consideraba una herejía, pero que parece funcionar, y que consiste en acompañar el Camembert con sidra ligeramente dulce.

Si usted se anima, y quiere que la cosa sea especialmente "especial", sirva un sorbete de limón antes del queso para evitar conflictos de sabores en su propia boca.

Sorbete de limón.

Bata el jugo de limón con poco azúcar, agua y clara de huevo. Métalo en el congelador, y una vez duro tritúrelo en la batidora. Se sirve en copitas.

... Y buenos apetitos, de todos los tipos.



Capítulo VI

OTROS EXOTICOS



Según releía algo de lo escrito hace un par de capítulos, entre el estofado y el gulash, me asaltó el recuerdo de un Borsch ruso; quizás por que esos guisos caseros, humildes y tradicionales son todos iguales en todas las partes del mundo aunque sean absolutamente diferentes.

Son diferentes los ingredientes y la forma de hacerlos, pero ante ellos, uno se siente siempre acogido, alimentado. Son guisos hospitalarios, que se comen agradeciendo el calor nutricio, más que el sabor delicado o la textura suave de otras comidas. 

Y como mis verdades son mías por alguna razón, voy a explicar mis razones para que el que quiera me entienda, y el que no quiera se ría.

Yo asocio el estofado a una casa de mi infancia, en la que mi madre nos esperaba a la vuelta del colegio en los fríos inviernos madrileños, con estofado y con cariño.

Ya más mayor, el gulash me calentaba el cuerpo en medio de las pistas de esquí en Austria o en Baviera, y me daba el combustible necesario para seguir bajando y subiendo hasta que cerraban la estación, como si eso fuera algo importante.

Y, ya peinando canas, el borsch ruso sustituyó más de una vez esa calefacción aleatoria de la antigua Unión Soviética, cuando el frío, que te puede llegar hasta el fondo de los huesos, sólo se combate desde dentro, con un guiso calentito antes de ir a la cama.

Pero, nuevamente, me debo declarar incapaz de pontificar al respecto del borsch; yo jamás cociné uno, aunque me están entrando ganas de hacer la prueba. Solamente les puedo explicar de qué está hecho, y recomendarles que lo prueben cuando tengan la oportunidad, cosa ya no tan difícil, pues si dicen que después de la Revolución Rusa, todos los camareros de París eran aristócratas rusos, ahora, con la proliferación de "nuevos rusos", o rusos de moderna, inmensa -e inconfesable, la mayoría de las veces- fortuna, ya encuentras restaurantes rusos, o con platos rusos en su carta, en la mayoría de las zonas turísticas que se precien; Yo ya los encontré abundantemente en la costa mediterránea de España.

Decíamos que el borsch está hecho de... Yo creo que fundamentalmente de remolacha, además de aquello que el campo, en cada lugar y en cada época, pueda dar de sí. 

Pero, para no dejarles con las ganas, les trascribo en el anexo la receta de una variedad del borsch que hacen en Moldavia.

Reflexionaba yo, al respecto del título de este capítulo, lo que podríamos considerar como exótico... y llego a la conclusión de que el exotismo está en extinción, pues el mundo se empequeñece cada día gracias a la televisión, que te lleva al fin del mundo, y al incremento del poder adquisitivo, que te permite confirmar que las maravillas se ven mejor por televisión que en la realidad -al menos por televisión no te pican los mosquitos ni te agobia el calor-. También debo considerar que el exotismo es relativo, pues ciertas cosas que para mí son casi cotidianas, serán exóticas para quien no ha tenido mis experiencias, igual que son exóticas para mí cosas que otro, más corrido, entenderá como banales.

Pero, para no quedarnos en la disquisición filosófica, yo voy a contarles como exóticas cosas y comidas que a mí me lo parecieron algún día.

Quizás uno de mis más fieles acompañantes gastronómicos actuales, fuera uno de mis impactos exóticos en un cierto momento, y me refiero al pescado crudo, que descubrí en Perú, donde hacen, desde mi punto de vista, el mejor ceviche: puro y simple, y que no tiene punto de comparación con el centroamericano, contaminado con tomate ¡incluso con ketchup!.

Ceviche a la Peruana.

En esta preparación se aprovecha la feroz capacidad cáustica del limoncito verde del trópico, que es capaz de cocinar el pescado en pocos minutos.

Para ello obtendremos el jugo del limón, al cual añadiremos sal, pimienta y ají (o rocoto, o chile, o guindilla, o cayena... depende de donde estemos). Este jugo se afina de sal y sabores y se pone en un recipiente preferentemente de vidrio, hondo.

Se sumerge en este baño el pescado cortado en trocitos de un par de centímetros como máximo en su dimensión menor, y se cubre con una capa de cebolla. El limón tiene que alcanzar a cubrir justamente el pescado y la cebolla.

Dependiendo de los gustos, se deja "cocinar" entre veinte minutos y una hora, se sirve acompañado de maíz hervido y camote (o batata, o papa dulce), y espolvoreado con perejil picado. Me permito recomendar ir reduciendo en cada ejecución, el tiempo de marinado, pues el pescado cuando está bueno de verdad es cuando aún está medio crudo, pero no todo el mundo aprecia esto la primera vez.

Al respecto de los pescados, la verdad es que yo he comido ceviche de todo, incluso de pollo, y está siempre bueno; En Perú lo hacen de pescado blanco, de mariscos variados, de camarones... Yo, cuando estoy en España, suelo mezclar mitad de salmón, con mitad de abadejo (bacalao natural), y aún suspiro por el ceviche de erizos de mar.

Aquí debieran tener sitio especialidades realmente exóticas, como esa torta de pan ácido que cocinan en Eritrea como soporte y acompañamiento de algunos guisos, pero la realidad es que eso no dejó en mí más recuerdo que el punto ácido de la torta, lo que comparado a la historia de los pollos es secundario.

Lo de los pollos si que es exótico.

En Eritrea, los pollos afortunadamente no han perdido la libertad y autonomía, de manera que cuando les llega su hora, tienen una carne dura, pero sabrosa, de esa por la que los europeos pagamos un capital, y la buscamos donde la haya. Pues bien, a Asmara llega una vez por semana un avión de la Lufthansa, en cuyas bodegas viene un contenedorcito con alimentos congelados; entre ellos, pollos de los de carne blanca, blanda, acuosa y con el sello inconfundible del pienso compuesto, la hormona y la inmovilidad de la jaula... Lo realmente exótico de Eritrea es cuando un anfitrión lleno de buena voluntad te ofrece como gran cosa un guiso hecho a base de "Lufthansa Chicken", que es como se conoce en Eritrea a ese monstruo de la sociedad del consumo masivo. Para completar la historia añadiré que el único Lufthansa chicken que me comí en Eritrea lo hice en casa de una pareja Noruega, después de lo cual perseguí pollos autóctonos, convencido de que no volvería a comer semejante maravilla hasta que volviera por esos rumbos, igual que sólo como caviar Beluga cuando estoy en la antigua URRS, que es donde se puede obtener a un precio que la conciencia admite pagar.

Porque cada cosa tiene su sitio, y todo suele estar especialmente bueno allá donde se cría... aquí, hablando de sexo, cabría un canto a la fidelidad conyugal, igual que cabría otro a la ampliación del turismo hasta las camas locales; ¡Que cada cual opte a su gusto!.

Y ya que estamos de exotismos, debo rendir aquí homenaje a la mejor pizza que he comido, y que fue en el restaurante África, en Asmara, capital de Eritrea. La explicación de esta curiosidad es fácil: Eritrea fue parte de la Abisinia italiana durante muchos años, y tanto el urbanismo de Asmara, como muchas de las tradiciones culturales de ese país son italianas, siendo frecuentemente más fácil entenderse con los lugareños en italiano que en inglés, especialmente con los viejos.

Otro de mis clásicos de cocina sofisticada, apoyada en un viaje, es el hígado de ganso, foie gras, que dicen los franceses, y que se produce en mi mesa cuando previamente un viaje (comúnmente de vuelta desde Moldavia), me proporciona una escala en Budapest. Entonces salgo corriendo hacia el viejo mercado -obra de Eiffel- y me compro un hígado de ganso crudo, que bien empaquetado llega a Madrid en perfectas condiciones para ser cocinado.

Foie gras.

La preparación tiene unos largos prolegómenos, que comienzan con una limpieza cuidadosa del hígado, que consiste en quitar pacientemente las membranas y las venitas, teniendo mucho cuidado de no romper demasiado la víscera.

Una vez limpio, se mete el hígado en una marinada de vino de Porto, con sal y hierbas, durante una noche.

En ese mismo líquido, y a fuego muy lento se cocina el hígado durante una hora aproximadamente, después de lo cual se escurre y se deja enfriar.

Se sirve a temperatura ambiente, cortado en lonchas delgadas, sobre pan tostado; o bien en porciones sobre el plato, para que cada cual se lo componga como mejor le plazca

Los viajes siempre abren el apetito, quizás sea por eso que los recuerdos gastronómicos de carretera tienen un espacio privilegiado, aunque también puede ser por que nadie es profeta en su tierra, o por que después de conducir unos cientos de kilómetros para comerse una cierta cosa, es moralmente inaceptable confesar que esa misma cosa la hacen mejor a la vuelta de la esquina... además queda uno como un poco simple.


Capítulo VII

COSAS QUE ME DEJÉ OLVIDADAS



Según he ido avanzando en la escritura me he dado cuenta que hay referencias que hubiera debido hacer en otro lugar anterior, o para las que no encuentro el sitio adecuado; Para estos descolocados he abierto un capítulo, del cual no esperen ninguna coherencia.

El primer caso de descoloque me ha surgido cuando después de guisar y comerme un marmitako, se me ha ocurrido que sería justo dedicarle un recuerdo a ese plato de humilde cuna pescadora, pero brillante desempeño... y no encuentro donde, así que aquí les cuento la historia de mi último marmitako, que procede de una parada en la casa de un pescador entre Monterrico e Iztapa, en la costa pacífica de Guatemala, y donde compré un enorme pescado cuyo nombre no conseguí retener, pero que sin ser un túnido (se distinguen claramente en la piel sin escamas) tenía carne roja y firme similar a los animales de esta especie. 

Con el bicho en cuestión hice tres experimentos: Un guiso con mejillones y camarones en salsa de pimientos -bueno, pero nada especial-; un ceviche -rico y firme-, que fue alabado por mi amigo Philippe, que me ayudó en la evaluación del producto; y finalmente un marmitako, -brillante-, elaborado con la complicidad de Maritza, que cada vez es menos aprendiza, y ya va camino de maestra.

Marmitako.

El pescado, bonito o similar, se corta en dados de tres centímetros de lado y se reserva.

Con la cabeza, pieles y espinas, además de con un puerro y un par de ramitas de apio, se cuece un caldo un buen rato a fuego lento.

En el fondo de una cazuela, y sobre un chorrito de aceite de oliva se pochan un par de ajos picados, bastante cebolla picada, tomate maduro pelado, y unos pimientos rojos y verdes cortados en cuadraditos.

Cuando la cebolla se pone transparente, se rehogan sobre esa misma base unas patatas cortadas en dados de un par de centímetros de lado, se pone un poco de chile, o guindilla, y se añade el caldo hasta cubrir holgadamente las patatas; se deja hervir unos veinte minutos.

Comprobado que las patatas están hechas, se añade el bonito, y se le deja cocinar no más de tres o cuatro minutos, para que no se seque, y se sirve, a ser posible en la misma cazuela en la que se cocinó, si es de barro, cubierta la superficie del guiso con perejil finamente picado.

Como esto no es ni una novela, con su línea argumental, ni un informe con su lógica de desarrollo, ahora les voy a contar una preparación de aguacate, cuyo recuerdo me está haciendo la boca agua desde hace un rato, y que no encuentro donde meter, pero que tiene la virtud de ser un éxito fácil, al alcance de cualquier novato, lo que la hace doblemente buena.

Aguacate con anchoas.

El aguacate de la variedad Haas (con la piel rugosa) es el más recomendable, por la firmeza de su carne y su aroma, pero la verdad es que cualquier aguacate puede ser una maravilla; Yo procuro hacer este plato con aguacate Haas, para que las lonchas queden enteras y más estéticas.

Bien, decíamos que el aguacate se corta en lonchas, después de haberlo pelado y quitado la semilla. Estas lonchas se extienden sobre el plato, con el diseño que uno prefiera, y que no influye en el sabor pero sí en la presentación.

Con cuidado para no romperlos, se van sacando de la latita los filetes de anchoa, y se colocan sobre las lonchas de aguacate, en la proporción de un filete por cada dos lonchas. No hay que salar, que de eso ya se encarga la anchoa, pero sí se puede añadir una gotita de limón... y, ya está; ¡buen provecho!

África en el recuerdo... esto era otra cosa que me estaba olvidando, ya que he hecho algunas referencias a mis comidas en África, pero no he contextualizado el tema; Será por que mis recuerdos africanos son pobremente gastronómicos, o por que el peso de las otras regiones es tan grande que desequilibra el conjunto de recuerdos, confinando a África en un rincón de la memoria.

También podría ser por que mi contacto con África ha sido muy breve y tardío, con solo dos experiencias: Eritrea, a la que ya me he referido en un par de ocasiones, y Burkina Faso, donde no tuve mucha oportunidad de enfrentarme a la gastronomía local, tan lejana de los estándares europeos que los restaurantes locales la ignoraban, ofreciendo pizza, cocina francesa, etc. También dificultó las cosas el hecho de que mi corta estancia en aquel país no me permitió hacer amigos locales que llegasen a invitarme a su casa, y por que mi situación personal no era la más apropiada para echarme una novia burkinabé... lo que no fue por falta de estímulos, ya que las muchachas de Burkina son hermosas y hospitalarias, pero con mi Alegría esperándome en casa, y África pululando de SIDA, no era cosa de meterme en aventuras galantes.

Y, como no tengo ganas de aburrirles con más cuentos, y además pretendo dejar algo para la próxima, aprovecho que estamos en un punto idóneo para la despedida, y cierro aquí esta breve recopilación de recetas... pues de la mesa siempre hay que levantarse con hambre, y yo pretendo aplicar esta sabia máxima también a la lectura.

Hablando de la próxima, les pido que me recuerden que les hable de los grandes beneficios que tiene, tanto en el sexo como en la gastronomía, un adecuado uso de la lengua, así como que le pida a Philippe la receta de su tarta de manzanas, que a pesar de ser una tarta "invertida" (o gracias a ello), es lo mejor que uno se puede imaginar de postre en ciertas constelaciones de comida.

Así, pues ¡Hasta la próxima!


Anexo

RECETAS AJENAS



Es una buena práctica no adornarse con galas ajenas, especialmente cuando la cosa es tan evidente que le llevaría a uno a ser tildado inmediatamente de farsante. Por esta razón voy a recoger aquí las recetas que anuncié en el texto, pero que por no haber aportado nada a ellas, llamo ajenas, aunque ajenas son todas, pues nuevo... de verdad nuevo, no creo haber aportado nada a la cocina con este trabajo, salvo mi personal interpretación de ciertas sensualidades, que puede que sea nueva solamente para mí.

Empezaré por las que anuncié en el primer capítulo, para que aunque sólo sea una vez, el orden tenga lugar en este trabajo, además de por que resulta más acogedor empezar por algo familiar y conocido.

Mi padre hace paella, cronómetro en mano, en la olla a presión, y sé de quienes le ponen a ésta hasta fruta (ciruelas secas, en Murcia, p.e.). Por esta razón espero que nadie pretenda que en una sencilla referencia recoja yo todas las paellas, o todo lo que se puede hacer de una paella.

Paella mixta.

Dependiendo de lo que encuentre, prepare usted unas piezas de pollo cortadas pequeñas, pero sin quebrar el hueso (este consejo se aplica a todas las preparaciones de pollo y de conejo, pues no hay nada más desagradable que encontrase entre el arroz esos cuchillos que son las esquirlas de hueso, cuando se ha partido por donde no hay coyuntura); unos taquitos de carne magra de cerdo, algún marisco menudo para dar sabor (gambas arroceras, mejillones, chirlas) calamar en trocitos, y algunas piezas más decorativas de marisco, que pueden ser desde camarones gordos, hasta langostas, pasando por cangrejos, cigalas, etc.

Pique ajo, cebolla y tomate, y téngalo preparado.

Prepare un caldo de pescado con los restos de limpiar el marisco menudo y con una cabeza de pescado o similar; también se reserva.

Hierva unos guisantes tiernos, o si lo prefiere utilícelos de conserva, pero gástese un poquito de dinero, y cómprelos de los buenos.

Con todo preparado, dore superficialmente en una sartén grande (paella) las carnes, previamente saladas. En el mismo aceite sofría el ajo y poche la cebolla a fuego lento hasta que se ponga transparente.

Cuando la cebolla está hecha ponga el tomate, y después de darle unas vueltas hasta que se ablande, añada los guisantes, los mariscos, y las carnes. 

Con todo este avío listo, eche el arroz (como una tacita por persona), dele un par de vueltas, y añada el caldo (el doble en volumen que lo que echó de arroz), en el que se habrán desleído unas ramitas de azafrán. Este es el momento para probar y afinar de sal

Adorne con los mariscos grandes y, si quiere, con unas tiritas de pimiento morrón, y deje cocinar lentamente hasta que se seque, comprobando que el arroz se ha ablandado (en caso contrario se puede añadir un poco de caldo o agua, que debe estar caliente). 

Es importante el punto del arroz, que debe quedar hecho pero no demasiado, y con los granos sueltos. En este punto se saca el arroz del fuego, y se deja reposar tapado unos diez minutos antes de servir.

Otra que les prometí fue la del cocido, con lo que de nuevo me interno en un mundo de miles de versiones, especialmente para los que hemos salido de Madrid, y hemos descubierto que el famoso "Cocido madrileño" se hace en medio mundo con variaciones mayores o menores, pero con la misma idea básica. De nuevo, en este caso me limitaré a la receta tradicional.

Cocido madrileño.

Esta es una preparación a la que tradicionalmente hay que dedicar toda la mañana; sin embargo, con la invención de la olla exprés, el tiempo se ha reducido mucho, sin pérdida en la calidad.

La cosa comienza poniendo en una olla una (o media) gallina, un pedazo de carne magra (morcillo, p.e.), un pedacito de hueso de jamón, y una ramita de apio.

Después de dejar cocer estos ingredientes hasta que esté garantizada su blandura, se abre la olla y se añaden los garbanzos, que se habrán tenido unas horas en remojo (toda la noche si son muy duros), la zanahoria, las patatas, un cuarto de repollo, un pedazo de tocino fresco, chorizo y morcilla de cebolla.

De nuevo un rato en la olla para que se termine de hacer todo junto, y a separar:

En una cazuela de barro caliente, para que no se enfríen, se colocan, de un lado las carnes, y del otro las legumbres. El caldo se pone en una ollita, y en él se cuecen unos fideos.

Se sirve en primer lugar un plato de sopa de fideos, y posteriormente las carnes y verduras... es sabio prever antiácido para los que se emocionen y se pasen de ración.

Este es un plato que admite un reciclado que lo convierte en otra cosa diferente, con lo que con una pequeña manipulación extra se tiene todo un nuevo menú para la noche.

Ropa vieja.

El producto de reciclar el cocido es la famosa "ropa vieja", que consiste en freír hasta dorarlos los garbanzos sobrantes del cocido, añadiendo las carnes sobrantes picadas, si es que éstas no se utilizan para una croquetas, que en el caso de la carne de la gallina, sería el fin más adecuado, ya que esta carne, poco valiosa en la ropa vieja, permite hacer unas croquetas riquísimas.

Esta fritura se ha de hacer en una sartén en la que previamente se han puesto unos ajos reventados con un golpe, pero enteros, y que no es necesario que hayan sido pelados previamente... para algunos, entre los que me cuento, los ajos pueden ser de lo más tentador.

Si a la ropa vieja, ha de seguir el amor, es recomendable comerla en complicidad con quien se van a compartir posteriormente los alientos, o bien prescindir de los ajos... aunque de los ajos yo no prescindiría.

Empanada Chilena.

Ingredientes para 12 empanadas:

· 1 kilo harina (sin polvos de hornear)
· 1/2 k de carne vacuno picada a mano muy fina, no molida
· 200 gr manteca 
· 2 cebollas grandes picadas muy finas
· 20 pasas
· 12 aceitunas negras
· 3 huevos duros partidos en cuatro

Preparación:

El pino (relleno): se fríe la carne picada en una sartén con bastante aceite (4 cucharadas más o menos); se añade pimentón dulce, aliño completo. En una sartén grande, u olla, se cuece bien la cebolla 4 minutos. Cuando ya está cocida, se le añade la carne.

Se deja cocinar a fuego lento hasta que la carne esté hecha; se le añaden las pasas. Se deja enfriar.

La masa: se derrite la manteca en una sartén. En una ollita, se pone 1 vaso de agua y sal. Se hace una salmuera caliente, hasta que hierva; se vierte en la harina la manteca y la salmuera. Se revuelve cuidadosamente. Una vez que está bien incorporado, se amasa y estira. Se deja reposar un par de minutos, luego se corta la mitad. De esa mitad, se cortan 6 montoncitos, se extienden con el rodillo hasta que queden del tamaño de un plato de postre aproximadamente.

Se van rellenando con el pino (2 cucharadas) en el centro de la masa, 1 o 2 aceitunas y el pedazo de huevo, y se cierra. El borde se monta de modo que quede un reborde sobresaliente.

Se van poniendo en la lata del horno, previamente untada con unas gotitas de aceite o mantequilla. El horno se precalienta unos 5 minutos. Antes de poner en el horno, se le da una pincelada de huevo batido a cada una. Se dejan en el horno 1/2 hr. aproximadamente, hasta que se doren.

· Otra versión (según la bisabuela de mi amiga Javiera, Inés Donoso de Alliende)

1/2k harina, 1/8k manteca, 2cucharaditas de polvos de hornear, 3yemas, leche caliente con una cucharadita de sal.
Se mezcla la harina con los polvos, se le une la manteca caliente y se desmenuza con los dedos; después se le pone la leche y por ultimo las yemas. 
Se soba muy bien y se cortan doce porciones. Se debe cuidar que la masa no se enfríe. Se uslerea (supongo que Javiera se refiere a extender la masa con un rodillo de esos de castigar maridos, a los que en algunas regiones de España, y en Chile llaman "uslero") una de las porciones, se le ponen una cucharada de pino, una tajadita de huevo duro, una o dos aceitunas y algunas pasas. Doble la masa y hágale un repulgo a la orilla, póngale encima un poco de clara de huevo y colóquela en el horno caliente.

El Pino:
125 gr de manteca, 4 cebollas grandes, 1 cucharadita de ají dulce, 1/4 k posta rosada.
Se hace una color con la manteca y el ají dulce, ahí se fríe la posta picada 
fina, se le pone sal, pimienta, orégano y si gusta ají mirasol. Después de bien frito se le pone la cebolla cortada en pluma y se deja a medio cocer.
Se le añaden una cucharada grande de caldo y una cucharadita de harina para formar la salsa.
Conviene hacer este pino la noche antes de hacer las empanadas.

Borsch.

· 1 cucharada de mantequilla.
· 1 cebolla pelada y picada.
· 1 zanahoria pelada y picada.
· 1 rama de apio, picada.
· 1 diente de ajo, machacado. 
· ¼ kilo de champiñones frescos en rodajas.
· 1 remolacha grande o dos medianas, cortadas en juliana.
· 1 patata cortada en dados pequeños.
· 100gr. De judías verdes, cortados en trozos pequeños.
· 1 taza de repollo verde rallado.
· 2 tomates pelados, sin semillas y picados.
· 2 ½ litros de agua.
· 2 hojas de laurel.
· Sal y pimienta.
· Eneldo fresco.
· Jugo de 1 ó 2 limones (ojo con los limones americanos, que son muy fuertes; con uno, o menos, basta)
· 250 gr. De crema, si puede ser agria, mejor.
Funda la mantequilla en un puchero grande. Añada la cebolla, apio, zanahoria y ajo, y cocine a fuego lento hasta que la cebolla esté blanda y transparente. Añada los champiñones y continúe a fuego lento durante otros cinco minutos.
Añada la remolacha, patatas, judías verdes, repollo y tomates. Ponga el agua y las hojas de laurel y hágalo hervir lentamente durante unos 40 minutos. Ajuste de sal y pimienta, y ponga limón al gusto. Justo antes de servir añada una generosa cantidad de eneldo fresco.
Una vez servido en los platos -en tazones queda más convincente- añada una generosa cucharada de crema que deberá quedar flotando en el centro.

Les prometí que les pondría en el anexo las recetas de matanza... quizás eso sólo tenga sentido en aquellas recetas para las cuales los ingredientes son fáciles de encontrar; y he comprobado lo difícil que es comprar sangre en Guatemala. Incluso me han mirado con bastante mala cara, cuando he preguntado en una carnicería si me podían vender sangre, y luego he aclarado que pretendía comérmela.

Probablemente hoy sea igualmente difícil comprar sangre en España, pues el paisaje de las casquerías ha cambiado en los últimos años, y ya no recuerdo la imagen de esa torta de sangre coagulada sobre el mostrador, antes tan característica.

En cualquier caso les transcribiré la receta del encebollado de asadura.

Encebollado de Asadura.

La asadura es ese conjunto de vísceras, compuesto por el corazón, los pulmones y el hígado (a veces también el páncreas), que se obtienen como un arreglo artístico colgando de la tráquea, al descuartizar los animales; típicamente se consumen los del cerdo o cordero.

Para la preparación, se corta todo en cuadraditos de un par de centímetros de lado, así como abundante cebolla picada.

Se deja pochar la cebolla a fuego lento, con un poco de ajo picado, hasta que empieza a ponerse transparente; en ese momento se sube el fuego y se añade la asadura, que se deja dorar.

Dorada la asadura, se añade el pimentón, y antes de que se pueda quemar, se ponen los tomates picados, un puñado de perejil picado, tomillo, romero y un poco de orégano, así como un vaso de vino blanco, y algo de sal.

Ese es el momento de bajar el fuego al mínimo y buscarse algo interesante que hacer para los 45 minutos que tardará el guiso en estar listo, sin quemarse.


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